
Quien dijo que viajar era fácil. Hay veces que lo que parece un viaje idílico esconde alguna batalla que te pone a prueba. Y eres tú (y tu viaje) o el otro, porque generalmente siempre hay un otro. En este post os cuento la historia de una de las batallas más épicas de todos mis viajes y que me llevó al límite de la resistencia física y mental.
Llegué al aeropuerto de Estambul por primera vez. Justo a la salida un taxista (le llamaremos Demir) vino en mi búsqueda para ofrecerme una tarifa que supuse que era buena por la vehemencia con la que me la explicaba. Con los años he aprendido que mejor olvidarnos de estos caza-pasajeros y hay que irse directo a la parada oficial. Aunque esto no te garantiza la seguridad absoluta, posiblemente minimiza los riesgos.
Me fui con Demir. Entré en su taxi y me ayudó con la maleta. Seguía rebosando amabilidad. El trayecto era de más de media hora y todo había ido según lo previsto, de momento..
Cuando llevábamos unos 10 minutos e intentando preparar ya la llegada pregunté por el precio del trayecto y preparar el dinero para el pago. Demir me informó de un precio que al menos era dos veces el precio inicial que había prometido en el aeropuerto. Y lo dijo con una seguridad pasmosa que hasta me hizo pensar si debido al cansancio del viaje era yo el que estaba equivocado.
En estos casos, lo mejor es no dudar.
— No! ese no es el precio –le dije con la misma seguridad que él me transmitió.
Cuando hay dos posiciones así de contundentes, se avecina choque de trenes. Pero no suele ser la mejor opción chocar con un taxista en campo de batalla ajeno. Digamos que tienes todas las de perder.
En ese momento, comencé a pensar posibles venganzas por parte de Demir. Quizás dejarme a 10 kilómetros de mi destino o irse con mi maleta eran dos opciones remotas hacía apenas 15 minutos pero poco a poco comenzaban a ser muy posibles.
Demir me miró y me dijo con una voz mucho más tranquila:
— ¿Estás seguro que no vas a pagarme lo que te pido?
He oido frases lapidarias, pero como esa pocas. Mi contundencia en la voz ya no era la misma cuando le dije un siii esmirriado y que si lo dijera en una boda la novia saldría corriendo seguro.
Acto seguido abrió la guantera. Entre sudor frío comprobé que no era una pistola. Sacó una caja de plástico y de ella, un CD. Pulsó sobre el reproductor del coche, introdujo el disco y comenzó a sonar una música que asumí que era turca. Dos botones más a la derecha comenzó a girar la ruedecita del volumen. Poco a poco fue subiendo decibelios hasta notar que mi culo temblaba con el asiendo del coche. Demir ya estaba preparado para esta guerra de decibelios y poco a poco, con cada leve ángulo de giro los decibelios se multiplicaban.
Mis ojos de cordero a punto de ir al matadero lo miraron como suplicando un poco de piedad. Las palabras ya no servían porque simplemente era imposible de oír nada. Demir fue impasible y no conseguí darle la más mínima lástima. Me tapé los oídos y entre los todos agudos de la música turca y ese volumen discurrió mi viaje hasta mi destino. Al llegar, pulso el STOP y le pagué. Me miró y me deseó que pasara un buen día dibujando una sonrisa después del trabajo (y la tortura) bien hecho.
A partir de hoy, si un taxista viene y os ofrece una gran tarifa desconfiad. Y sobre todo, si os pregunta por si os gusta la música corred. Hay otros asesinos del tímpano decibélico, y serán implacables…
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