Tenemos un escritorio que nos gusta a todos los miembros de mi familia. El motivo es que es muy amplio y tiene una gran ventana soleada durante muchas horas del día. Y es que no hay nada como la luz natural para escribir. Allí estábamos Pau (10 años) y yo intentando avanzar con nuestros deberes: él con un examen de geografía y yo preparando el programa de radio de Ondacero de esa semana. Pau golpeaba su lapicero rítmicamente en la mesa mientras movía los labios intentando repetir coordilleras de algún lugar del mundo. Sin embargo, yo estaba inmóvil observando como avanzaba una barra de progreso de una descarga en el iPad.
– Papá, ¿porqué estás esperando hace rato? – me preguntó.
– Estoy esperando a que se descargue de la nube – contesté de forma automática como si estuviera dando alguna explicación técnica en el trabajo.
En ese momento, Pau miró al cielo a través de la ventana y comentó.
– No me extraña que esperes. Hoy no hay ni una nube en el cielo. Mejor que lo dejes para mañana.
Volvió a mirar al libro y continuó con los golpes del lápiz en el escritorio. Yo, aprendí que ponemos nombres absurdos a las cosas que se merecen contestaciones racionales.
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