Aquella mañana andaba por Nueva York con mi compañero Sergi. Habíamos hecho una parada en la gran manzana de camino a Washington para realizar un máster en la universidad de Georgetown. Teníamos apenas dos días y debíamos aprovechar la ocasión para visitar lo máximo en tan poco tiempo.
Por tanto, y al contrario que en otras ocasiones que anduve muchísimo más por la ciudad, el metro se convertía en ese aliado imprescindible.
Fuimos a una parada cercana a Times Square. Bajamos unas escaleras y nos encontramos a dos personas que conversaban delante de una máquina de billetes que parecía estar en fuera de servicio.
Una portaba un chaleco reflectante por lo que dedujimos que se trataba de alguien del metro. Sin embargo, tanto su aspecto como el de la otra persona despertó en mí cierta desconfianza: no era todo lo adecuado para ser trabajadores municipales. Un chaleco reflectante que brillaba más bien poco debido a la suciedad y la otra persona unas bermudas que eran más que sospechosas.
—La máquina está estropeada. ¿Queréis un bono? Os lo vendo yo.
Le respondimos afirmativamente. Él, se dirigió a la verja que separaba la zona interior de la entrada y abrió con una llave una puerta. Nos dijo que pasáramos y que él ya pasaba el billete por la máquina.
—Mi desconfianza desapareció. Si tenía una llave de la verja debía ser seguramente un empleado y no había, por tanto, problema en invertir los dólares del bono. Al fin y al cabo lo necesitábamos.
Subimos al siguiente tren y dejamos atrás la parada. Unas cuantas estaciones más adelante seguimos con nuestra visita a Nueva York.
Después de comer volvimos a bajar al metro. Sin embargo al intentar utilizar nuestro flamante nuevo bono indicaba como billete agotado.
—Un fallo de lectura de la máquina pensamos.
Lo volvimos a intentar una y otra vez hasta que llegamos a la conclusión que lo que había fallado era nuestra excesiva confianza en aquel vendedor de tickets.
Como en una película de detectives, donde en la escena final recomponen el crimen, comenzamos a hacer cábalas sobre lo que había pasado. Nuestra conclusión fue que nos había vendido un billete sencillo. Con una copia de una llave había abierto la verja y pasó el único billete disponible que había en el bono. Para nosotros era el primero de muchos viajes disponibles pero resultó un billete sencillo. Como estábamos dentro del metro y pudimos coger el metro no pensamos en ellos hasta horas después.
Una jugada perfecta. Mientras nos mirábamos Sergi y yo pensando lo tontos que habíamos sido, se fue el tren que estábamos esperando. En él, y en el último vagón una cara me resultó familiar mientras se alejaba. Ya no llevaba su chaleco reflectante gastado. Ahora estaba vestido para disfrutar de la tarde con al menos 40 dólares que había ganado esa mañana.
Y aprovecho la ocasión para dibujar…
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