Era la última jugada de aquel torneo de baloncesto que se disputaba en Navidad. Habíamos estado jugando todo el fin de semana partidos y nos habíamos clasificado para la final. Y allí estábamos empatados, igual que como empezamos pero a falta de unos pocos segundos para finalizar el partido. Es lo que tiene el deporte, en una fracción muy pequeña de tiempo se decide lo que has estado disputando durante más de una hora y media.
Nuestro entrenador solicitó tiempo muerto. Teníamos una última jugada y la táctica volvía a estar clara. Sacaba el nueve, me la pasa a mí, que llego después de un bloqueo para pasarla limpiamente a nuestro base que la metería. Siempre que había que sacar las castañas del fuego lo hacía nuestro base que sobresalía sobre el resto de nosotros.
Yo no era un gran anotador y quizás para consolarme, decían que era un buen defensor. Es como cuando a un chico le dicen que es «simpático» cuando no pueden decir que es guapo. Pues eso, yo era un buen defensor…
Sacó el nueve. Superé aquel bloqueo y mi defensor se quedó ahí. Al recibir la pelota, mi cerebro tuvo tiempo de imaginar que pasaría si yo, por una noche, era el que anotaba la canasta que nos daba el campeonato. Por una vez, sentiría lo que los elegidos viven con una asiduidad envidiada por el resto.
No me lo pensé. Recibí la pelota y sin mirar a mi base, que en teoría debía culminar la jugada, lancé a canasta. La pelota fue bien dirigida pero al llegar al aro… hizo un efecto raro y salió rebotada. El claxon del pabellón sonó con una intensidad que cayó sobre mi de forma implacable.
Recuerdo la mirada de mi entrenador. Me miró y se concentró enseguida en dar las explicaciones para afrontar la prórroga. Ni una palabra sobre el fallo. Ni un reproche.
Comenzó la prorroga y llegamos de nuevo al tramo final. Como en esa película en la que cada día vuelves a vivir lo mismo, la vida me dió una segunda oportunidad y bastante rápido. Concretamente 5 minutos más tarde.
Llegamos de nuevo empatados al final de la prórroga con la última pelota. Esta vez sería desde una zona diferente del campo pero volvía a pasar la pelota por mi mano. En el crono, quedaba algo más de tiempo, por lo que el otro equipo si era rápido aún tendría una oportunidad de ganar.
Recibí la pelota. Ni miré el aro. Pasé a nuestro base que la encestó de una forma limpia. Sacaron rápido. Pero yo, consciente de mi papel de buen defensor, ya había corrido medio campo intentando adelantarme a la jugada. Recibió el jugador contrario pero molesté lo suficiente para que la pelota saliera rebotada y se consumiera el poco tiempo que quedaba.
Ganamos.
Ese día, posiblemente recibí una de las lecciones más implacables de mi vida y que sirve para la vida personal y profesional. Todos tenemos un papel en la vida y hemos de saber aprovechar nuestras virtudes y ser conscientes de nuestras debilidades. Si asumimos nuestras virtudes y las explotamos nuestra vía al éxito será más probable que si intentamos ser lo que no somos. Por eso, la envidia es mala compañera y el reconocimiento de los logros ajenos nos ha de ayudar a formar equipo, amigos y triunfar profesionalmente. Aquel día, supe que siendo un simple defensor podría tener también también un papel determinante. Y mi entrenador no me dijo nada porque, al mirarnos, entendió que justo en ese momento había aprendido una lección. Sobraban las palabras.
Algún día volveré con otras experiencias de baloncesto que aplican a la empresa o la vida. No es la primera vez que utilizo el símil con este deporte para por ejemplo, hablar de otros temas. Será porque el baloncesto es como la vida misma. Os dejo, que hoy juegan mis dos hijos. Por cierto, son simpáticos…
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